ESCENAS
INOLVIDABLES: “Los puentes de Madison”
"Una pantalla grande sólo hace el doble de mala
a una mala película"
Hay en el cine
de principios de este siglo una exagerada tendencia al abuso de sofisticadas
tecnologías informáticas, dando como
resultado productos de circo visual y sonoro vacíos de contenido. Para que se
produzca cine, ha de haber junto a la parafernalia informática, una mirada
humana que complemente la mirada mecánica y artificiosa de muchos films que inundan las pantallas
actuales.
Esta mirada
humana y húmeda es la que nos viene regalando desde hace años Clin Eastwood que
es, sin ninguna duda, uno de los mayores creadores de cine de las ultimas
décadas, y tiene en su haber unas cuantas absolutas obras maestras. Una de
ellas es “Los puentes de Madison”, film magistral y profundo, una sabia exploración de las leyes del corazón hasta
llegar a la sustancia misma del sentimiento.
Es además un
ejercicio arriesgado del actor-director al ofrecer un registro muy distinto al
que nos tenía acostumbrado- era impensable ver llorar de amor a este hombre
duro- y moverse al borde del sentimentalismo cursi sin caer en él.
Sin grandes
giros argumentales, ni escenas apasionadas de amor-sexo.
Sin
estridencias ni brusquedades. Sin ruidos. Con roces y caricias, desde la
sencillez, todo va sucediendo pausadamente, progresivamente. Una mirada, un
gesto, unas palabras justas.
Con enorme
talento el director y los actores hacen que la emoción vaya aumentando como una
suave pero incesante lluvia que acaba humedeciendo tu alma. Gran manejo de la
cámara, extraordinario montaje, la fotografía, primeros planos, miradas, ojos enrojecidos, sin casi diálogos, la lluvia, la música….auténtico cine, sin espectacularidades,
sin efectos especiales, sin cursis diálogos, sin tonterías……personajes de carne y hueso. El argumento ya lo conocemos,
el momento decisivo del film:
Día lluvioso.
Robert se acerca desolado y empapado de
incertidumbre y angustia. Sus miradas se
cruzan y se entienden. No se exigen nada, no se reprochan nada.
Entra el marido de Francesca y Robert emprende la
marcha. El coche de Francesca detrás. Llueve contra los cristales y contra sus
corazones.
Francesca y su marido se detienen ante un semáforo.
El cerebro de Francesca vibra en dos direcciones,
pero tiene que decidir. Por un lado un amor único y verdadero: “Esta certeza
sólo se siente una vez en la vida”.
Por otro el dolor que puede hacer a otros seres
queridos, amados de otra forma durante muchos años, y unos frenos sociales instalados
en el fondo de su conciencia.
El semáforo pasa a verde sin que la furgoneta
arranque.
Robert sigue allí mirando a través del retrovisor a
Francesca, alentándola a que abra la puerta, corra y se escapen juntos a ese
otro lado del mundo al que había prometido llevarla algún día.
Francesca, con la mano en la puerta del coche tendrá
su última oportunidad durante el tiempo que dura un semáforo en rojo, para
escoger entre una vida simple y un destello efímero.
Le deja ir.
Una auténtica
lección de cine.
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