jueves, 30 de agosto de 2012

The English Patient (El paciente Inglés) - (1996) - (Director: Anthony Minghella)



TÍTULO ORIGINAL: The English Patient
AÑO: 1996
DURACIÓN: 162 min.
PAÍS: Sección visual
DIRECTOR: Anthony Minghella.
GUIÓN: Anthony Minghella (Novela: Michael Ondaatje).
MÚSICA: Gabriel Yared.
FOTOGRAFÍA: John Seale.
REPARTO: Ralph Fiennes, Kristin Scott Thomas, Juliette Binoche, Willem Dafoe, Naveen Andrews, Colin Firth, Julian Wadham, Kevin Whately, Clive Merrison, Nino Castelnuovo, Hichem Rostom, Peter Ruhring, Geordie Johnson, Torri Higginson, Jürgen Prochnow.
PREMIOS:
1996: 9 Oscars, incluyendo película, director, actriz reparto (Binoche). 12 Nominaciones.
1996: 2 Globos de Oro: Mejor película: Drama, bso. 7 nominacione.s
1996: 6 premios BAFTA, incluyendo película, fotografía, montaje. 13 nominaciones.
1996: Nominada al Cesar: Mejor película extranjera.
1996: Nominada al Goya: Mejor película europea.
1996: 2 premios National Board of Review: Actrices de reparto (Binoche - Scott Thomas.)
1997: Festival de Berlín: Oso de Plata - Mejor actriz (Juliette Binoche.)

SINOPSIS:
Finales de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Un hombre herido viaja en un convoy sanitario por una carretera de Italia, pero su estado es tan grave que tiene que quedarse en un monasterio deshabitado y semiderruido, donde se encarga de cuidarlo Hana, una enfermera canadiense. Aunque su cuerpo está totalmente quemado a consecuencia de un accidente sufrido en África, tiene todavía ánimo para contarle a Hana la trágica historia de su vida.
Aparentemente amnésico, con el rostro desfigurado, el conde Laszlo de Almassy recuerda su apasionada relación amorosa, en el desierto egipcio, con Katherine Clifton. Ella es la esposa de uno de los hombres que le ayudan a trazar mapas para la Sociedad Geográfica Británica.




COMENTARIOS:
“El paciente inglés” es una de mis películas favoritas, sin duda. Dirigida por el fallecido Anthony Minghella sobre la novela del mismo título de Michel Ondaatje, cuenta la historia de cuatro seres que huyen de sí mismos sin importar adónde, que coinciden en las ruinas de un  viejo monasterio abandonado en la Toscana durante la segunda guerra mundial. Es una película que habla sobre la vida, sobre el amor y sobre la muerte, y lo hace sin trucos, rodeos ni ambages, porque no se puede hablar de verdad de esos temas sin hacerlo cara a cara, frente a frente. Es tanta la poesía, la belleza, el amor y la pasión que hay en “El paciente inglés” que hace que sea una película que merezca ser vista no una sino diez veces o más. Son tantos los detalles, tanta la sensibilidad… es una de esas contadas películas que te fascina desde el primer fotograma y que jamás olvidas.






En ese monasterio abandonado se refugia una enfermera (una Juliette Binoche brillante, como siempre, que ganó el Oscar por esta interpretación) atormentada por la terrible sensación de destruir todo lo que ama, de que todos a los que ama, involuntaria pero irremediablemente, son conducidos a la muerte. Se ha refugiado allí para atender los últimos días de vida de un extraño ser  sin rostro, sin nombre y sin pasado, con el cuerpo totalmente quemado, que es el paciente que da título a la película.


Un Ralph Fiennes soberbio da vida a ese personaje que, en realidad, no es otro que el Conde Laszlo Almasy, un personaje basado en la vida real del propio Almasy, un aventurero húngaro que exploró los desiertos del norte de África durante la primera mitad del siglo XX. Caravaggio, un vagabundo que llega poco después al monasterio, encarnado por un Willem Dafoe en estado de gracia, cree tener cuentas pendientes con ese paciente quemado al que no puede reconocer físicamente, pero que está convencido de que es el traidor por cuya culpa le torturaron los alemanes amputándole los dos pulgares. Y finalmente Kip, un artificiero sij, interpretado por Naaven Andrews al que todos hemos visto después en Lost, llega también al monasterio para desactivar las minas que los alemanes han dejado en su desesperada huída. A través del diario del paciente iremos viendo y viviendo mediante una serie de flash-backs impresionantes, la apasionada historia de amor clandestino que el Conde Almasy vivió con Katherine Clifton, la mujer de otro explorador inglés, también miembro del equipo con el que trabajan en el desierto.  Es Kristin Scott Thomas quien da vida a esa maravillosa Katherine con la que todos hemos soñado alguna vez.





La química en la pantalla entre Ralph Fiennes y Kristin Scott Thomas es explosiva. Bajo el aparente cuidado de las formas de Almasy vemos como progresivamente sus esfuerzos por negar la realidad de su amor y controlar la situación están abocados, irremisiblemente, al fracaso. La sensualidad y el erotismo de Katherine desbordan la pantalla. En todos los planos de Kristin Scott Thomas podemos ver cómo la pasión arde en su interior. Pocas actrices como ella para transmitir esas sensaciones con tanta intensidad. Mujer de mirada melancólica y soñadora, de una belleza sin límite que, tras una aparente frialdad, deja traslucir la mayor sensualidad y pasión.





No deja de ser curioso que, quizá porque en la novela esa historia de amor no es el eje principal, sino que lo es la que mantienen la enfermera y el artificiero sij, el propio Minghella no fuese consciente, mientras rodaba la película (tras haber estado trabajando cuatro años en el guión con el propio Ondaatje), de la inolvidable historia de amor que estaba creando: “Me sorprende la atención del público sobre la historia de amor, porque yo no era tan consciente de ello cuando hacía la película. Si me hubiera entrevistado durante el rodaje habría hablado de Hana, la enfermera, de la guerra, del internacionalismo, de una historia de espionaje. En un principio no era tan consciente  del influjo de esa relación de amor sobre el conjunto de la película, ni de que su carga erótica llegaría de forma tan directa a la gente. Creo en la idea de que el corazón es un horno de fuego, y la película nos recuerda que, a veces, en nombre del amor nos volvemos ciegos, sordos, estúpidos, traidores, inmorales, y con esto no quiero decir que eso esté mal o bien. No hay juicio en la película sino descripción de motivos. Algunos críticos han sugerido que yo asumía un comportamiento determinado, y no es así. Como director no juzgo, porque creo que si se hace así la audiencia se vuelve pasiva. Almasy no es un héroe. Una de las imágenes que tengo de él procede de Dante, porque durante todo el metraje se está quemando. Esa es su sentencia, arder por fuera y también interiormente a causa de la culpa, la pérdida del amor y la terrible ironía de las situaciones de la guerra. Para mí es muy humano. Una de las cosas que he tratado de contar en la película es que la gente, en la guerra, desconoce las consecuencias de sus actos. Y también he intentado reflejar el daño que la gente hace en nombre del amor, a sí mismos y a otros, ya que hay muchos que ingenuamente piensan en el amor únicamente como bendición, nunca como maldición. Y en el amor coexisten los dos rasgos.”





Puede que Minghella tenga razón, pero yo prefiero quedarme en el campo de esos ingenuos de los que habla y que sueñan con poder vivir una historia de amor como esta o como la de Lara y Zhivago, historias que, más allá del dolor, dan sentido a una vida. Decididamente prefiero ser un ingenuo sin remedio. No me gustan las historias de amores cuerdos y sensatos, de amores sin pasión ni locura. Esas historias no van a ningún sitio, no nos transforman, no nos dan vida, ni nos hacen sentir vivos y, como dice el gran Silvio Rodríguez, son historias a las que ni el recuerdo puede salvar…


Y si todos los actores están realmente fantásticos, la producción de Saul Zaentz es magnífica y la dirección de Minghella solo cabe calificarse de excepcional. Tiene una forma muy personal de contarnos la historia. Desde el primer fotograma te das cuenta de que él ama esta película y que tú también la vas a amar. La conexión que establece entre la historia y el espectador es impresionante. A lo largo de la cinta vamos viendo como todos los personajes, en un momento u otro, viven sensaciones tremendamente intensas que nosotros, desde nuestra butaca, también vivimos con la máxima intensidad. Nos identificamos con lo que sienten, con lo que piensan y con lo que hacen, porque en escena solo vemos verdad.




Otro de los grandes aciertos de Minghella  fue el de trabajar desde la misma confección del guión con Michael Ondaatje, el autor de la novela, consiguiendo que en pantalla podamos ver todo lo que está escrito e insinuado en el libro. Ondaatje hizo muy buenas migas en el rodaje con Walter Murch, el montador de la película, Fruto de esa amistad ha aparecido años después un libro de conversaciones sobre cine entre ellos que es de los imprescindibles: El arte del montaje. La fotografía de John Seale es sencillamente magnífica, de las mejores que he visto en mi vida. La escenografía, el vestuario, todo gira en una noria perfectamente engrasada que nos lleva a ese universo de sensaciones y pasiones donde todo puede, todo nos puede, pasar. 


Debo decir también que aún no puedo comprender a quienes hablan de películas largas o tediosas, poniendo esta como ejemplo. Yo he visto películas largas y tediosas, porque las dos horas y pico de duración no tienen estructura donde sujetarse con suficiente fuerza, entonces el tiempo se convierte en un suplicio. Pero no es el caso de "El paciente inglés". Su acorde es justo y tiembla como una cuerda bien afinada. Hermosa como pocas.




Tráiler:



Calificación: 6 de 6.


martes, 28 de agosto de 2012

The Remains of the Day (Lo que queda del día) - (1993) - (Director: James Ivory)



TÍTULO ORIGINAL: The Remains of the Day
AÑO: 1993
DURACIÓN: 134 min.
PAÍS: Reino Unido.
DIRECTOR: James Ivory.
GUIÓN: Ruth Prawer Jhabvala (Novela: Kazuo Ishiguro).
MÚSICA: Richard Robbins.
FOTOGRAFÍA: Tony Pierce-Roberts.

REPARTO: Anthony Hopkins, Emma Thompson, Christopher Reeve, James Fox, Hugh Grant, Peter Vaughan, Caroline Hunt, Paula Jacobs, Ben Chaplin, Lena Headey
PREMIOS:
 1993: 8 nominaciones al Oscar, incluyendo mejor actor (Hopkins), actriz (Thompson).
1993: 5 nominaciones al Globo de Oro, incluyendo director, actor drama, guión.
1993: 6 nominaciones BAFTA, incluyendo fotografía, actor, actriz, guión adaptado.
1993: Nominada al Goya: Mejor película europea.
1993: Premios David di Donatello: Mejor actor y actriz extranjeros. 3 nominaciones.
1993: National Board of Review: Mejor actor (Anthony Hopkins).

SINOPSIS:
La Segunda Guerra Mundial es inminente. Stevens (Anthony Hopkins) es un mayordomo de la mansión de Darlington Hall, entre cuyas paredes los dueños y el servicio mantienen sus vidas apartadas en una rígida interdependencia. Stevens es eficiente y está entregado a su trabajo. Ni se le ocurre pensar en lo contrario. Su mundo no va más allá de la obediencia y el protocolo. La fidelidad a su señor es absoluta, porque así ha sido educado por su padre, también mayordomo. Pero su meticulosa vida se ve turbada con la llegada de una temperamental ama de llaves, Miss Kenton (Emma Thompson). Miss Kenton esconde bajo su aspecto frío una mujer llena de ternura, que enseguida se enamora en silencio del incomunicativo Stevens. Las palabras de amor que ella espera de él, son en realidad intrascendentes comentarios de trabajo, ausentes de cualquier pasión. A la vez, en la mansión se reúnen importantes cargos del régimen alemán nazi, para negociar apoyos británicos con el rico propietario, interpretado por James Fox.

COMENTARIOS:


En mi ranking de películas de época coloco esta maravillosa cinta: “Lo que queda del día” (Remains of the day), realizada en 1993 por el director norteamericano James Ivory. Tan sólo por el par de actorazos que protagonizan la historia, la cinta vale oro: nada menos que el señor Anthony Hopkins, que no necesita presentación alguna, y la maravillosa y hermosa Emma Thompson, mujer polifacética que es actriz, guionista y productora entre otras linduras; y por si esto fuera poco, completan el cuadro los actores: Christopher Reeve, James Fox y Hugh Grant. La historia se sitúa en Inglaterra entre los 1930 y los 1950, es un profundo drama acerca de un insensible camarero que sirve a un diplomático inglés y se niega al amor. Al mismo tiempo, la historia es una hermosa parábola sobre el papel que jugó Inglaterra en la segunda guerra mundial.
Todo en esta película me parece delicioso: el argumento, la actuación, el vestuario, la música, la fotografía… Y tiene esas escenas sublimes que tanto disfruto en una buena película, son momentos que duran sólo unos instantes, pero embellecen la obra y a mí me transmiten profunda felicidad, como la salida al bosque de un grupo de cazadores aristócratas que van cabalgando acompañados de sus perros de caza; o el momento en que el ama de llaves (Thompson), enferma de amor por el mayordomo (Hopkins), se acerca a él para quitarle un libro, y él se niega a mostrárselo, pero lo que es peor, se resiste a su seducción. En especial esta segunda escena me parece una de las más hermosas y emotivas del cine.


Sin embargo, en toda la experiencia que suscita esta gran película, hay una nota triste, o tal vez no tanto, según como se mire, que la cinta fue nominada a ocho premios Óscar, pero injustamente no ganó ni uno; y tal vez no sea para lamentar, porque está claro que los críticos de la Academia de Hollywood están más interesados en aplaudir y apoyar películas palomeras, que obras maestra de arte. En fin, para los cinéfilos de paladar fino y exigente, les recomiendo “Lo que queda del día”, un verdadero manjar…
Puede ser el ambiente victoriano lo que hace que estos dos grandes intérpretes pasen el uno al lado del otro durante toda su vida en su trabajo completamente arrebatados por el amor y sin embargo nunca se haga explícito. Esa tensión mantenida durante todo el film, la sensación de unas vidas que se perdieron la pasión que entre ellos pudo haber sido efectiva, crea una impotencia en el espectador que le anima a que tal cosa no suceda en su vida. Porque aunque esta historia de amor frustrado o latente fuera más propicia en èpocas victorianas, ¿Quién nos dice que no pueda suceder hoy en día en cualquier oficina de cualquier ciudad de cualquier país?.


Mientras otras películas se centran en el amor desenfrenado y desatado entre personas casadas que les lleva al asesinato para hacer efectiva su tremenda pasíón , aquí sucede lo contrario: las emociones reprimidas por parte de los dos solteros involucrados hacen que el amor no pueda llevarse a cabo de manera efectiva, haciendo de la pasión una historia tensa a consecuencia de su latencia pero nunca efectiva a consecuencia de su represión. La pasión así entendida no deja de serlo, y eso es lo que nos muestra Ivory magistralmente.
Sir Anthony Hopkins hace la escena a su gusto, claro, y aprieta el libro contra su corazón, y los dedos se hacen garras, suave garra que se vuelve débil ante el tacto de una estupenda Emma Thompson, más guapa que nunca como la señorita Kenton. La mirada de Hopkins en ese momento era tan clara, tan firme, tan desnuda que hasta daba reparo observarle. Porque no le ves a él, ves al señor Stevens y más allá del señor Stevens, ves el retrato callado, pausado y contenido del deseo. No me cansaré de decirlo una y otra vez: bravo, Hopkins, bravo.
Una excelente película, basado en la novela de Kazuo Ishiguro, titulada 'Los restos del día'. El prestigioso director de películas de época James Ivory desarrolla con su habitual elegancia y sutileza un drama que encierra una tremenda carga de profundidad. Artífice de Las Bostonianas o Maurice, dirige con mano experta a dos grandes intérpretes. Hopkins realiza una actuación magistral, rellenando su complejo personaje con gestos concisos pero ligeros, sin recargas artificiales. Una película muy inteligente que en pocos años se ha convertido en un clásico.
El director estadounidense James Ivory lleva más de dos décadas especializado en el cine de época, especialmente la decimonónica. Su labor detrás de las cámaras ha producido excelentes películas como "Regreso a Howards End", "Una Habitación con Vistas" o "Lo que Queda del Día".
El film hoy comentado es un portentoso largometraje que tiene como sólidos pilares a Anthony Hopkins y Emma Thompson dando un auténtico recital interpretativo británico. La cámara de Ivory husmea en la relación que se establece entre este reprimido mayordomo jefe y la nueva ama de llaves de Darlington Hall, mansión regentada por un aristócrata inglés simpatizante del partido nazi.

La estructura narrativa, dividida en dos líneas temporales distintas, muestra la época en la que los dos personajes principales se conocen en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial y su posterior reencuentro veinte años después.
Una película en definitiva imprescindible.

Tráiler:



Calificación: 5 de 6.

sábado, 25 de agosto de 2012

The Lost Weekend (Días sin huella) - (1945) - (Director: Billy Wilder)


TÍTULO ORIGINAL: The Lost Weekend
AÑO: 1945
DURACIÓN: 101 min.
PAÍS: EE.UU.
DIRECTOR: Billy Wilder.
GUIÓN Charles Brackett, Billy Wilder (Novela: Charles R. Jackson).
MÚSICA: Miklós Rózsa.
FOTOGRAFÍA: John F. Seitz.
REPARTO: Ray Milland, Jane Wyman, Philip Terry, Doris Dowling, Frank Faylen, Howard da Silva, Mary Young, Anita Bolster, Lilian Fontaine, Frank Orth, Audrey Young
PREMIOS:
1945: 4 Oscars: Mejor película, director, actor (Ray Milland), guión adaptado. 7 nom.
1945: Globos de Oro: Mejor película: Drama.
1945: Círculo de críticos de Nueva York: Mejor película.
1946: Festival de Cannes: Gran Premio del Festival (Ex-aequo). Mejor actor (Ray Milland).
SINOPSIS:
Don Birnam (Ray Milland) es un escritor fracasado a causa de su adicción al alcohol, adicción que lo ha destruido física y moralmente y lo ha convertido en un hombre desprovisto de voluntad. Con tal de seguir bebiendo es capaz de todo, incluso de robar. Tanto su novia (Jane Wyman) como su hermano intentan por todos los medios regenerarlo, pero sus esfuerzos parecen estériles. 
COMENTARIOS:
Todo comenzó en Chicago, donde Billy Wilder tenía que efectuar un transbordo de trenes. Para pasar el rato compró una novela, escrita por un tal Charles R. Jackson, que seguía los desmanes de un alcohólico durante cinco tortuosos días. La novela era “The Lost Weekend”, y cuando acabó de leerla decidió que ya tenía historia para su próxima cinta.


Billy Wilder y su colaborador de entonces, Charles Brackett, quién ejerció también como productor, trabajaron en un guión que era bastante fiel a la novela. La historia gira en torno al escritor fracasado Don Birnam, cuya incapacidad para escribir le ha empujado a depender del alcohol. A pesar de los esfuerzos de su hermano y su novia, Birnam siempre acaba recayendo, y en un sórdido descenso de varios días hasta el “delirium tremens” el escritor toca fondo, en lo que constituye un retrato realista de un alcohólico como no se había visto hasta entonces.
“Días sin Huella” no deja demasiado espacio a la comedia, y resulta para la época un retrato bastante realista del tema del alcoholismo. No se demoniza en demasía al adicto, ni se le convierte en un monstruo devorador de niños; Birnam es más una víctima de su adicción que convierte en víctimas a aquellos que les rodean. Dentro de la estructura del film el final, aunque predecible, encaja bien dentro de la historia, aunque en esa parte los visos de realidad se esfuman del todo, pero eran aquellos otros tiempos, y todo se veía de un modo más inocente.

Tras aspirar, como siempre, a trabajar con Cary Grant, Wilder optó por José Ferrer. La gente de la Paramount, aterrada por una historia así, quería a una estrella más amable que conectara con las audiencias. Cuando estuvo claro que Ferrer nunca aceptaría, Wilder aceptó la propuesta del estudio, de modo que Ray Milland fue finalmente quién interpretaría a Birnam. Wilder afirma que aceptó a Milland porque su sentido del humor era más bien escaso. Lo cierto es que Milland, que nunca fue un actor especialmente bueno, con un papel tan agradecido logró ofrecernos una buena actuación que le valió un Oscar de la Academia.
En esta ocasión no se trata de una de esas maravillosas e inteligentes comedias en las que desmenuza las contradicciones y absurdos de la sociedad de su tiempo utilizando el punto de vista del americano medio. Billy Wilder ofrece aquí, desde el mismo prisma (esta vez un escritor del montón de la ciudad de Nueva York), un drama urbano, duro, contundente, difícil, doloroso, crudo, con la adicción al alcohol como tema y también como pretexto para, con la agudeza de siempre pero con el rictus más serio que nunca, realizar un retrato incómodo, áspero, desencantado, de una sociedad difícil en la que la indiferencia, la soledad y la ingratitud tejen una red en la que tememos ser atrapados, que nos amenaza, y en contra de la cual hay quien no tiene más remedio que buscar ayuda en elementos externos que le permitan disfrazar una realidad triste, agobiante, excesiva, implacable.

Ray Milland, en uno de los mejores papeles de su carrera, si no el mejor, da vida a Don Birnam, un mediocre escritor neoyorquino que libra un singular y desigual combate con su adicción al alcohol. Wilder, con un comienzo que otro genio llamado Alfred Hitchcock plasmará a su vez en el principio de “Psicosis”, sobrevuela la gran ciudad, recorre los tejados, ventanas, balcones y escaleras de incendios de Brooklyn hasta detenerse en una ventana abierta cualquiera, escogida al azar, como un capricho. Wilder nos introduce así, como si fuera cosa de la casualidad, en la historia de Birnam, una historia que ya se ha desarrollado en sus principales capítulos antes de que el espectador llegue a introducirse en ella: la botella de whisky que cuelga de un cordón desde la ventana en el exterior de la fachada, las miradas furtivas y ávidas de Birnam hacia ella, la vigilancia apenas disimulada de su hermano (Philip Terry) y de su novia (Jane Wyman, en uno de los mejores personajes de su carrera), el nerviosismo de todos, la necesaria esperanza de pensar que un fin de semana lejos de la ciudad hará que la mente de Birnam pueda olvidar por un tiempo su obsesión. Somos conscientes apenas traspasamos la fachada del edificio y nos introducimos en la vida de este terceto, que poderosos y trémulos dramas han ocurrido entre esas paredes, que esos rostros aparentemente alegres y serenos esconden miles de horas de tensión, rabia, ira y desesperación, que la clemencia de Wilder nos ha ahorrado detalles horrorosos de lo que una adicción puede causar, no sólo en quien la padece, sino en quienes se encuentran alrededor de la víctima.
Ese podría ser, por tanto, el final de la historia, un final feliz en el que los tres se marchan al campo y Birnam descubre el sol, el canto de los pájaros, la alegría de vivir. Podría ser el final, pero no para Wilder. La aparente tranquilidad de Birnam engaña a su chica y a su hermano (hasta cierto punto, ninguno las tiene todas consigo y ninguno ceja en su atento control de cada gesto, cada palabra, cada mirada de Birnam, conscientes de que todo un edificio puede derrumbarse por el efecto de apenas una gota, o del deseo de una gota…), pero su lucha interna es devastadora. Se rebela contra ella, en algunos momentos sólo superficialmente, para no defraudar a quienes sabe que están arruinando su vida por ayudarle a conservar la suya, pero en otros de verdad, sintiendo que se le escapa de las manos, como un fin de semana perdido. A Wilder no le interesan los finales felices, al menos no al principio, y por tanto necesita que Birnam sucumba en su lucha, que mande de viaje a su novia y a su hermano y que convierta el fin de semana que tiene por delante en un trampolín hacia la degradación. Wilder se recrea en su nueva bajada a los infiernos, esa que al comienzo de la cinta el espectador ha sospechado consumida por una elipsis narrativa, pero que le va a ser ofrecida todavía de forma más brutal, más terrible. Birnam irá echando abajo una a una todas las normas de comportamiento social en busca de una copa más, de un trago más, de un sorbo más, llegando a mentir, traicionar, robar, estafar, todo por atender a ese tirano siempre insatisfecho llamado alcohol.
Billy Wilder, a veces una especie de duende que nos traslada a un mundo de diversión, risas e ingenio, nos sumerge aquí en un infierno de delirios, de alucinaciones, de terror, en la degradación moral y física de un hombre que podía tenerlo todo y cuyo futuro queda reducido a largas horas de insomnio y síndrome de abstinencia en un oscuro hospital para alcohólicos mantenido por la beneficencia en un barrio deprimido de la ciudad. Birnam ha tocado fondo, está en las últimas, sólo le queda un último esfuerzo heroico, un clavo ardiendo al que agarrarse como tabla de salvación, o la entrega definitiva, la muerte dulce de reventar bebiendo.

Entre el comienzo de la cinta y esta caída en la miseria más absoluta, el film bucea en el progresivo descenso a los infiernos de Birnam. Miente a su hermano y a su novia, busca inútilmente una casa de empeño que le dé unas cuantas monedas por su máquina de escribir en lo que es una metáfora magistral de eso que se llama tirar la vida por la borda, el cambio de su único futuro, la única fuente de prosperidad que puede haber en su vida, la herramienta para el gran talento que esconde y que ha naufragado en alcohol, el talento de escritor, por la satisfacción efímera e inmediata de una copa más. Entre tanta basura, Birnam aún tiene un arranque de orgullo y amor propio, un instante de lucidez que le advierte de su ruina inminente e intenta robar un bolso; inolvidable su rostro entre amargado e ilusionado cuando mira el dinero que hay dentro, sabiendo a un mismo tiempo que es la vía de satisfacción de su deseo irrefrenable de alcohol, y además la ayuda que secretamente ha estado pidiendo contra la fuerza implacable que lo domina: quiere robar el dinero, parte de él quiere robarlo en silencio para seguir bebiendo a cuenta de él; la otra parte quiere que le vean, que le sorprendan robando, que le censuren su asquerosa conducta. Que le apaleen y le echen del bar. Él nunca podrá salir por su propios medios. Necesita que alguien, que una fuerza mayor que su deseo de beber, le expulse de un mundo que jamás podrá abandonar por sí mismo.
Pero “Días sin Huella” no es una obra maestra sólo por eso. Billy Wilder pasó de ser un director más de Hollywood a ser considerado una estrella. No sólo por su habilidad para evitar el estúpido final feliz que la legislación aplicable a Hollywood, el famoso Código Hays, con el que los políticos y burócratas querían utilizar el Cine como instrumento de adoctrinamiento y moralización catártica de una sociedad aborregada, sino por la conjunción de elementos artísticos que utiliza al servicio de la idea de fondo de la cinta. Esta cinta supone una de las primeras ocasiones en las que el cine norteamericano asume los postulados recién implantados por el neorrealismo italiano y traslada el plató a las mismas calles de la ciudad de Nueva York. No se reconstruyen exteriores en los grandes estudios mediante decorados; Wilder, gracias a la fotografía de John F. Seitz, retrata una ciudad que es el espejo de asco, suciedad y depravación del alma de Birnam. La ciudad es una caldera en pleno verano, calurosa, sofocante, seca, asfixiante, una jungla sórdida, agotadora, demoledora. Como complemento, la música de Miklós Rózsa sirve a la pefección al deseo de Wilder de utilizarla como vehículo expresivo del interior de Birnam, alegre, tenebrosa, dramática o tremendamente ilógica, deshilachada, deslavazada, cuando la adicción del protagonista está en pleno estrago en su cerebro y su estómago. Esto origina que la obra tenga un gran realismo: la escena en la que Don Birnam llega a la planta de alcohólicos del hospital, las escenas en el bar o la secuencia en la que intenta vender la máquina de escribir y va de una casa de empeño a otra. Destacarí­a la escena magistral en la que Birnam entra en el bar y pide una copa. El vaso deja en la barra un cí­rculo mojado. Después de la tercera copa, el camarero quiere limpiar los cí­rculos: “No los limpies, Nat” -dice Don Birnam-. “Déjame mis pequeños cí­rculos viciosos”. Y empieza a filosofar sobre el cí­rculo, una figura que no tiene final ni principio, como el dí­a de un bebedor, que también se encuentra en un cí­rculo vicioso que no tiene principio ni fin.
Pero la repercusión de la cinta, una obra que contiene escenas que a día de hoy, con todo lo que se ha visto, leído y contado sobre adicciones y degradación, siguen resultando demasiado fuertes, dolorosas, incómodas, horripilantes, fue mucho más allá del proceso de consagración que Wilder había iniciado con Perdición. La Paramount, el estudio que producía la cinta, estuvo a punto de cancelarla ante las presiones que recibía por parte de las grandes compañías productoras de alcohol por la imagen denigratoria que ofrecía de un consumidor habitual, hasta el punto que éstas hicieron una oferta en firme por varios millones de dólares para comprar el negativo y enterrarlo para siempre al fondo de un cajón; por otro lado, los grupos antialcohol intentaron torpedearla porque la entendían como una forma de publicidad gratuita para un vicio terrible. El miedo de los productores, de los empresarios y de las víctimas se desvaneció con el triunfo absoluto del film: millones de espectadores en Estados Unidos y 4 premios Oscar de la Academia (para Charles Brackett, imprescindible apoyo de Wilder, tándem imbatible y generoso que nos ha regalado magníficas obras, como productor por la Mejor Película; para el propio Wilder como Mejor Director; para ambos por el guión adaptado y para Ray Milland como Mejor Actor Protagonista, además de las nominaciones a la Mejor Fotografía, al Mejor Montaje y a la Mejor Banda Sonora), dieron la razón una vez más a Billy Wilder y convirtieron esta cinta en un clásico imprescindible que ha servido de fuente irrenunciable a cualquier otra cinta que trate el tema del alcoholismo, aunque no sea en exclusiva.


“Días sin Huella” supuso por fin el retrato veraz en toda su despiadada crueldad de una adicción tratada desde una perspectiva madura, aguda, inteligente, casi científica o documental, muy lejos del retrato campechano, cómico, bufonesco, simpático, que tenían los “alcohólicos” en la comedia o el western, o la imagen de hombre duro y atormentado que bebía para olvidar del cine negro o de aventuras. Por eso, por lo imprevisible para aquel entonces que resultaba el hecho de que una cinta lanzara a los ojos del público un drama desnudo, directo y contundente del que cualquiera podía ser testigo apenas escarbara en las cercanías de su propio ecosistema vital, fue por lo que conmocionó a los espectadores de 1945. Y por eso mismo, porque nada ha cambiado en ese aspecto desde entonces, porque las adicciones y la caída de miles, decenas y cientos de miles de personas en la abundante oferta de ellas de la que “disfrutamos” hoy, es por lo que sigue conmocionando sesenta y seis años después, hasta el extremo de hacernos remover en la silla y apartar los ojos de la pantalla.
Tráiler:




Calificación: 5 de 6.

viernes, 17 de agosto de 2012

In the Land of Blood and Honey (En tierra de sangre y miel) - (2011) - (Director: Angelina Jolie)


En tierra de sangre y miel (2011)
TÍTULO ORIGINAL: In the Land of Blood and Honey
AÑO: 2011
DURACIÓN: 127 min.
PAÍS: EE.UU.
DIRECTOR: Angelina Jolie.
GUIÓN: Angelina Jolie.
MÚSICA: Gabriel Yared.
FOTOGRAFÍA: Dean Semler.
REPARTO:  Rade Serbedzija, Zana Marjanovic, Nikola Djuricko, Goran Kostic, Branko Djuric, Goran Jevtic, Fedja Stukan, Dolya Gavanski.
PREMIOS:
2011: Globos de Oro: Nominada a mejor película de habla no inglesa.
SINOPSIS:
Bosnia-Herzegovina, años 90. Ajla acude a bailar a una sala de fiestas, se mueve en la pista con gozo en compañía del apuesto Dajnijel, hasta que una explosión marca el final de la “fiesta”, la convivencia armoniosa de serbios, croatas y bosnios musulmanes ha terminado, es la guerra. Meses después los serbios cometen todo de tropelías contra los bosnios, y Ajla es una de las víctimas, aunque se salva de ser violada gracias precisamente al serbio Dajnijel, capitán del ejército, que la toma bajo su protección. Ambos están enamorados, pero su relación parece un desatino en medio del conflicto.

COMENTARIOS:

Con un título excelente y un artístico cartel (dos manchas de sangre de una pareja besándose que, al mismo tiempo, simboliza el mapa de dos países divididos) las primeras imágenes del film no engañan: los actores están magistralmente dirigidos y la historia no se limitará a una comedia romántica sin pretensiones. Lo que vamos a ver es fuerte, por momentos, al límite de lo soportable, tan duro que es la realidad misma, la que ha inspirado este guión también ideado por la directora.
Tras un breve e intenso prólogo de la Yugoslavia de 1992, una cita de una pareja en un bar con un concierto de música en directo y la alegría de que existe un futuro, la película se inicia con una primera parte cruda sobre uno de los conflictos armados más sangrientos del siglo pasado: los casi cuatro años de guerra de los Balcanes. Angelina Jolie sabe mostrar la crueldad sin regocijarse en ella, cortar en el momento oportuno, marcar un tiempo de suspense y aportar soluciones a un argumento que avanza con seguridad, mediante bellas imágenes de situaciones atroces.


Si la primera parte es buena, en la segunda la directora aún consigue superarse, a una tensión creciente se añade el delicado posicionamiento de un individuo ante una situación límite. ¿Hasta dónde se puede llegar en caso de una guerra? El equilibrio, entre el suspense del destino de esta musulmana enamorada de un militar serbio y las escenas que airean esta situación extrema, es sutil, inteligente e intenso. Una primera película magnífica que nadie debería perderse.
Por desgracia, estimo que esta nueva y excelente directora no ha disfrutado, en este caso, de la suerte de ser una total desconocida y que su apellido acabase en “nov o dij”. En ese caso hubiese obtenido mayor reconocimiento aunque también hay que reconoce que estuvo nominada a la mejor película en lengua extranjera en los Golden Globe. En el universo del cine, mayoritariamente masculino, la combinación de belleza e inteligencia me temo que pone nerviosos a bastantes (sobre todo, a los que les faltan una o las dos cualidades), yutube.


Película sobre el horror de los balcanes escrita, dirigida y producida por Angelina Jolie que recrea de forma cruel y con gran precisión realista toda la atrocidad que supuso aquel -no tan lejano pero casi ya olvidado- conflicto. Sorprende de forma inverosímil que sea esta actriz -vamos a dejar a parte opiniones personales- la que tome el mando de este gran trabajo, que resulta muy interesante y atractivo si sabes soportar la brusquedad y aspereza con que, sin ningún tipo de pudor, muestra la maldad a la que puede llegar el ser humano por sus semejantes. Con una posible -nunca demostrada- historia de amor en el fondo de la narración de los hechos históricos, la observación espantosa de una agonía que se vive "a flor de piel", la locura a la que se puede llegar, la tristeza de una mentalidad totalmente pérdida a la que le han arrebatado toda alma, con una escasa pero muy bien escogida banda sonora, rodada en el idioma propio de esa tierra rota y destrozada, un buen enfoque del conjunto que esconde la necesidad de denuncia de esta polifacética artista..., un film duro, engorroso, que capta tu atención y te asombra no tanto por lo visto -son varias las cintas realizadas sobre esta guerra- sino por quién te lo presenta. En su próxima incursión en el mundo de la dirección, Jolie no lo tendrá fácil pues deja el listón alto.
Con valentía y decisión Angelina, tan proclive como actriz a hacer películas de entretenimiento o ciencia-ficción, se decide como directora a abordar el drama de la guerra en el cine y, aún más, de una guerra reciente, cruel, étnica y "religiosa" que hemos vivido hace una veintena de años, en la que el genocidio, la abominable "limpieza de raza" y la violación de mujeres nos han hecho llorar lágrimas de impotencia. El resultado ha sido una muy intensa e interesante película de gran ritmo con un tema de los que no se pueden ni se deben olvidar porque... hay que recordar para mejorar.


El mérito más importante de esta novel directora es que no se arruga y dirige con firmeza a actores, encuadra perfectamente el espacio cinematográfico, fotografía como es debido los planos interiores y logra interesar desde el comienzo al fin al espectador.
Para mí, en estos tiempos de films banales - misticismo insulso, ciencia ficción, estupidas comedias americanas, etc... - es gratificante ver esta desgarradora película que nos recuerda lo mucho que queda por hacer para lograr un mundo mejor.

Tráiler:


Calificación: 4 de 6.


miércoles, 15 de agosto de 2012

Tous les soleils (Silencio de amor) - (2011) - (Director: Philippe Claudel)




TÍTULO ORIGINAL: Tous les soleils
AÑO: 2011
DURACIÓN: 105 min.
PAÍS: Francia.
DIRECTOR: Philippe Claudel.
GUIÓN: Philippe Claudel.
MÚSICA: Varios.
FOTOGRAFÍA Denis Lenoir.
REPARTO:
Stefano Accorsi, Neri Marcorè, Clotilde Courau, Lisa Cipriani, Anouk Aimée, Marie Seux, Jean-Marie Holterbach, Patricia Joly, Philippe Rebbot, Margot Lefevre Chan. 
SINOPSIS:
Alessandro es un profesor italiano de música barroca que vive en Estrasburgo con Irina, su hija de quince años, que atraviesa una crisis, y con su hermano Crampone, un simpático y estrafalario anarquista que no para de pedir asilo político desde que Berlusconi está en el poder. En suma, Alessandro tiene a su cargo dos adolescentes, cuyos problemas le impiden ver el vacío de su propia vida. Esforzándose en ser el padre perfecto, se ha olvidado de reconstruir su vida afectiva, sobre todo porque está rodeado de divertidos amigos que le impiden sentirse solo. Pero cuando su hija descubre la emoción del primer amor, la vida de Alessandro sufre un cambio tan inesperado como dramático. 
COMENTARIOS:

Cine entrañable, divertido, conmovedor. Cine del bueno. Tras el durísimo y notable drama “Hace mucho que te quiero”, que obtuvo estupendas críticas y un buen recibimiento del público, el cineasta francés Philippe Claudel da un giro hacia la comedia realista, amable y enormemente natural, y el cambio le sale redondo. Es ésta una de esas películas que, sin grandes aspavientos ni moralinas baratas, logra que el espectador se sienta mejor persona a la salida del cine, con el corazón enriquecido, con deseos de sacar el mayor partido a su vida, a su amor, a su generosidad con los seres queridos.


Claudel, profesor de literatura en la Universidad de Lyon antes de dedicarse al cine, demuestra que sabe manejar situaciones y problemáticas humanas y que usa las palabras con enorme sutileza. Su guión es sencillo, costumbrista, con muchos diálogos y gestos “a la italiana” como demandan sus personajes, pero entregados siempre de modo verosímil y real, sin situaciones impostadas, empalagamientos o durezas forzadas. La clave del éxito, claro está, hay que buscarla en una esmeradísima creación de personajes, algunos definidos magistralmente con leves brochazos. Claudel se luce con ellos: desde el protagonista Alessandro, entrañable y un poco ridículo de tan bueno y desconcertado, hasta su jovencita y madura hija Irina, pasando por la enorme y elegante presencia de Agathe o la dulzura de Florence. Carga la mano, es cierto, con el burlesco y divertidísimo Crampone, un artista anárquico, caradura, anticapitalista –su odio a Berlusconi llega a extremos hilarantes– y tan extravagante como enormemente simpático, en fin, un tipo que parece salido de una de esas comedias italianas de los cincuenta y sesenta, servidas por Mario Monicelli o Dino Risi.


En el film hay muchos momentos para la risa y la sonrisa, para la emoción, pero Claudel no se muestra nada frívolo a la hora de hablar de los traumas personales, los miedos, la muerte, el paso del tiempo. Pero como en todo, lo hace sin incisiones importantes. Hay drama, aunque siempre sembrado con una inmensa ternura, y desde luego el conmovedor desenlace es toda una lección de cine. Paradigmático del film es la estrechísima relación familiar entre Alessandro, su hermano Crampone y su hija. Sus gritos, sus discusiones, sus leves desencuentros no son sino el contrapunto de una unidad familiar honda, muy honda. Los actores están sencillamente perfectos; de ellos tan sólo emerge un rostro conocido, el de la veterana Anouk Aimée, que interpreta a la enferma Agathe con una presencia grandiosa, elegante, de gran belleza.
Pero, sinceramente, dudo que os pueda recomendar una historia más bien cuidada y terminada durante este verano 2012. Disfrutadla.


A la pregunta de cómo le gustaría que reaccionaran los espectadores ante su película, Philippe Claudel responde: "No soy un genio, y esta película no revoluciona la comedia. Me basta con que se sientan felices viéndola y que salgan con una sonrisa después de haber conocido a hombres y mujeres que se parecen a nosotros y viven como nosotros. Espero que lo pasen bien con una película un poco inteligente, sensible y divertida. Mi única ambición es ofrecer una paleta de emociones humanas y diferentes niveles de lectura que pueden encajar con muchos de nosotros."

Tráiler:


Calificación: 4 de 6.

lunes, 13 de agosto de 2012

Blade Runner (Blade Runner) - (1982) - (Director: Ridley Scott)



TÍTULO ORIGINAL: Blade Runner
AÑO: 1982
DURACIÓN: 112 min.
PAÍS: EE.UU.
DIRECTOR: Ridley Scott.
GUIÓN: David Webb Peoples, Hampton Fancher (Novela: Philip K. Dick).
MÚSICA: Vangelis.
FOTOGRAFÍA: Jordan Cronenweth.

REPARTO: Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young, Daryl Hannah, Edward James Olmos, Joanna Cassidy, Brion James, Joe Turkel.

PREMIOS:

1982: 2 nominaciones al Oscar: Mejor dirección artística, efectos visuales.
1982: Nominada al Globo de Oro: Mejor banda sonora original.
1983: 3 BAFTA: Fotografía, vestuario, dirección artística. 8 nominaciones.
1982: Asociación de Críticos de Los Ángeles: Mejor fotografía.

SINOPSIS:
Los Ángeles, año 2019. Rick Deckard (Harrison Ford) es un “blade runner”, un cazador de replicantes rebeldes. Los replicantes son robots construidos a semejanza de los humanos, más perfectos que éstos, pero sin sentimientos y, por tanto, sin recuerdos. Sus inventores no contaron con que, en su evolución genética, podrían adquirir los mismos sentimientos que los humanos. De manera que la pregunta que Deckard debe plantearse, a la vez que trata de aniquilarlos, es: ¿se han convertido los replicantes en unos seres más humanos que los propios humanos? .

COMENTARIOS:

Hablar de “Blade Runner” es hacerlo de varias cosas. Es hablar de la magia del cine, es hablar de arte, es hablar del ser humano, es hablar de una experiencia que transforma al espectador. “Blade Runner” es una cinta que se enmarca tanto en la ciencia ficción como en el cine negro, terrenos ambos donde camina con paso firme y ejemplar, pero sobre todo es una visión pesimista y trágica de la condición humana. El ser humano está en declive, muerto; esto es lo que pone de manifiesto sus creaciones más perfectas, unas “máquinas” que se han desarrollado hasta tal punto que, en contraposición con las personas “reales”, quieren vivir intensa y eternamente. Gracias al precioso envoltorio de ciencia ficción, “Blade Runner” plantea de forma fascinante una pregunta que siempre nos ha acompañado: ¿qué nos hace humanos?. Lo orgánico ha perdido todo su sentido y las gentes deambulan sin sentido por calles ruidosas y superpobladas donde la lluvia refleja perfectamente el estado de ánimo que el film quiere transmitir. La fantástica banda sonora de Vangelis, la increíble visión de Scott y unos actores en estado de gracia logran que nos quedemos totalmente pegados a la butaca, independientemente de las veces que hayamos viajado hasta el barroco futuro de los replicantes.


El argumento de “Blade Runner” se centra en Rick Deckard, un policía especializado en cazar replicantes. Los replicantes son algo así como robots biológicos, seres humanos artificiales, creados para cumplir las tareas que los hombres ya no quieren hacer, en lugares donde se necesita una mayor mano de obra. Las nuevas generaciones de replicantes, los Nexus-6, han empezado a desarrollar emociones y llegan a cometer crímenes contra personas, por lo que son declarados ilegales. Los Blade Runners son los ocupados de eliminarlos. Estamos en Los Ángeles, año 2019. Deckard se ve obligado a cumplir con una peligrosa y desagradable misión.
Elegante, sutil, preciosista, perfeccionista… Podríamos usar cualquiera de éstos y más calificativos para referirnos y subrayar la magistral labor de dirección de Ridley Scott en este film. Un señor que lleva el cine en sus venas, como se demuestra en incontables momentos de su envidiable filmografía; un señor que tiene en su haber “Alien”, “Thelma y Louise”, “La Caída del Halcón Negro” y “Gladiador”. Scott nos sitúa siempre dónde hay que estar, imprime el ritmo adecuado para cada momento (nos deja sin aliento con el primer “retiro” y nos relaja con las escenas íntimas de Deckard) y nos sumerge en un oscuro y lluvioso entorno que se muestra tan desolador como bellísimo. En este sentido, el diseño de producción es sublime. Scott se aprovecha de todos los elementos a su disposición para mover la cámara sin que nos demos cuenta, señal inequívoca de que no podía hacerse de otra forma. Por cierto, se suele decir que “el libro siempre va a ser mejor que la cinta”, pero con una cinta tan especial como “Blade Runner” las normas no valen. La obra de Dick no podría lucir mejor en la pantalla, recibiendo una dosis de poética complejidad pocas veces vista. El genial escritor no pudo verla, pero seguro que estaría muy agradecido por esta adaptación. A fin de cuentas, le saca brillo a una de sus novelas menos inspiradas.


Al igual que los temas de Vangelis, los rostros de “Blade Runner” no se olvidan. Inevitablemente, el memorable impresionante y emotivo monólogo final (lo puedes ver mil veces, te eriza la piel siempre) hace que sean Harrison Ford y Rutger Hauer los actores más recordados, pero es también inolvidable la preciosa fragilidad de Sean Young, la salvaje belleza de Daryl Hannah o las extrañas facciones de Edward James Olmos, que encarna a un personaje muy secundario pero tan fascinante como el resto. Pero evidentemente, repito, puestos a destacar, hay que mencionar por encima de todos a Ford y a Hauer, que comparten un duelo que es un prodigio en todos los sentidos, trepidante, oscuro, reflexivo y de maravilloso desenlace. Tanto uno como otro están simplemente perfectos; el primero compone a un detective melancólico, un antihéroe, con el que nos podemos identificar desde el primer fotograma, y el segundo interpreta (y crea) a uno de los mejores villanos que ha dado el cine en toda su Historia. Por cierto, atención a las frases que le dedica el replicante al Blade Runner, ¿se conocían anteriormente? ¿Era Deckard ese sexto replicante que menciona su superior? ¿Por eso Deckard tiene ese reflejo dorado en los ojos? “Blade Runner” pasa por ser una de esas razones por las que amar el cine, uno de los pocos títulos realmente imprescindibles del séptimo arte. Es tal la belleza y la complejidad de la obra que uno se queda casi sin palabras al querer describirla.
De “Blade Runner” se ha escrito absolutamente de todo, para bien y para mal. Los análisis pormenorizados del film abundan en la literatura cinematográfica y la diversidad de interpretaciones que la cinta suscita son profusamente debatidas en enorme cantidad de monográficos. La obra de Ridley Scott se ha convertido, a 29 años de su discreto estreno, en un paradigma referencial, no ya únicamente del cine moderno sino de la estética social contemporánea. “Blade Runner” es, por consiguiente, uno de esos pocos films que consiguen traspasar las fronteras de todo cuanto las rodea y convertirse en piezas singulares que de establecer un hito generacional, el tiempo se encarga de situarlas en una posición única.
“Blade Runner” queda como un raro milagro fílmico. Una cinta plena en la que todos y cada uno de sus participantes se encuentran en un insólito estado de gracia; una obra, según parece, nacida por sí misma, con el estigma de la maestría adornando (y deslumbrando) desde todos y cada uno de los planos que la conforman. Ahora bien, ¿qué es Blade Runner y cuál es su aportación fundamental a un género que, en 1982, se encontraba plenamente edificado en el panorama cinematográfico? Básicamente, la respuesta es la siguiente: si “2001: Odisea del Espacio” (1968,Stanley Kubrick) dio un giro de ciento ochenta grados a los cánones esenciales de la ciencia-ficción (por entonces un campo cinematográfico con más detractores que defensores) haciéndola trascendente, aportando profundidad filosófica; y “La Guerra de las Galaxias” (1977,George Lucas) revivió la estética del cómic más superficial, retrotrayendo al cine espectáculo puro y duro una potente imaginería visual que chocaba con todo lo visto anteriormente; “Blade Runner”, por decirlo de alguna manera, es la plena conjunción de ambas fórmulas. No únicamente ostenta un poderío formal que, aún hoy, sigue impactando por su condición visionaria y su extrema verosimilitud (las urbes cosmopolitas de nuestros días cada vez están más cercanas a los decorados del film), sino que integra, además, un contenido complejo y con tal multiplicidad de lecturas que la acerca, ineludiblemente, a la epopeya kubrickiana.


Ahora bien, mientras Kubrick barajaba los argumentos de su cinta sobre un trasfondo netamente abstracto en el que reflexionar, con la mirada puesta en Darwin y Niezstche, sobre el origen del Hombre; Scott abarca estrictamente la condición humana desde un prisma existencial en el que todos los personajes que forman el microcosmos de ésta Los Ángeles futurista parecen abocados a una (in)existencia que les infunde una indescriptible aprehensión general hacia todo. El clima de lasitud con el que la cinta está narrada (con un ritmo extrañamente pausado para un film de ciencia-ficción, es decir de género), es la proyección externa del temor de los replicantes ante el paso inexorable del tiempo, ante la agonía que produce contemplar la consumición de los últimos días de vida. Ello conlleva a la rebeldía, al desacato de los designios divinos, a un enfrentamiento con la propia condición y, en última instancia, a un escalofriante deicidio que emparenta las intenciones del film directamente con Niezstche. De la misma forma, la extrema humanización de los replicantes, continentes de todas las dudas vitales que el Hombre se ha ido formulando desde su aparición en la Tierra y en directa antítesis con la frialdad del resto de humanos, además de echar sus raíces en una de las constantes de Kubrick (los rasgos humanos en lo mecánico y los rasgos mecánicos en lo humano), elevan las finalidades de la obra hacia una investigación moral, de todo punto inimaginable en el discurrir de la ciencia-ficción.
Hay obras que nacen proféticas. Que nos advierten de los modos y maneras que, en tiempos no tan lejanos, adquiriremos. Obras visionarias poseedoras de un sexto sentido que les aporta, además, un pleno conocimiento del estado futuro (es decir, presente) del ser humano, el ente más perfecto y al mismo tiempo más nocivo de toda la Creación, que conlleva a que podamos replantearnos si los derroteros por los que transitamos son o no los más adecuados. Dicho de otra forma, hay obras que no se deben tomar a la ligera y que significan un grito de alerta ante la situación contemporánea. Ante ello pocos géneros adquieren la libertad creativa y simbólica de la ciencia-ficción, inmejorable infraestructura para exponer los múltiples defectos y las muy escasas virtudes del tiempo en que vivimos, convenientemente tamizadas por el disfraz de la anticipación. George Orwell, por ejemplo, era consciente de ello y en 1984 plasmó una sociedad a la que nos vamos dirigiendo a pasos agigantados; también lo era Franklyn J. Schaffner al adaptar la obra de Pierre Boullé y convertir “El Planeta de los Simios” de 1968 en una de las más escalofriantes representaciones del pesimismo antropológico; asimismo, Ridley Scott también lo fue al transcribir a imágenes la espléndida obra de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas? y lograr una de las cumbres del cine.


Es curioso cómo algunas cintas que en su momento fueron un monumental fracaso, con el paso del tiempo se convierten en clásicos indiscutibles del Séptimo Arte. Es exactamente lo que ocurrió con “Blade Runner”. Aun habiendo sido interpretada por un actor en alza y dirigida por un cineasta muy bien considerado en sus inicios, fue ignorada por la taquilla de una manera desconcertante. Harrison Ford acababa de protagonizar dos súper taquillazos como “La Guerra de las Galaxias” (1977) de George Lucas y “Los Cazadores del Arca Perdida” (1981) de Steven Spielberg; indiscutiblemente era el actor del momento. Ridley Scott asombró propios y extraños con dos obras de la categoría de “Los Duelistas” de 1977 y “Alien: El Octavo Pasajero” de 1979, erigiéndose como uno de los cineastas emergentes de finales de los 70.
Parece ser que 1982 no era un buen momento para que “Blade Runner” calara en los espectadores de una década dominada por las superproducciones palomiteras y en la que los directores echaron a perder todo el poder que habían conseguido en los 70. La libertad creativa se había ido a la deriva, ya que los productores no volvieron a soltar este poder viendo las terribles consecuencias que tenía dar rienda suelta a mentes tan volátiles como la de un director de cine genial. Afortunadamente, por aquel entonces Ridley Scott era un director repleto de ideas para salvar escasez presupuestaria a la que se iba a enfrentar “Blade Runner”, provocada por un argumento medio filosófico, medio existencial, que pocos querían financiar.
Lo que Scott plantea en su cinta podría ser trasladado perfectamente a los sentimientos que muchos seres humanos experimentan al pensar que su destino está escrito. Pero en el caso de los Nexus 6, se trata de una muerte programada, una existencia con fecha de caducidad. Al ver la cinta una y otra vez, hay un pensamiento que no podemos eludir: ¿cómo me sentiría si supiera exactamente cuándo voy a morir? ¿Haría algo para evitarlo? Precisamente ésta es una de las cualidades de la novela de Philip K. Dick; en ella no hay buenos ni malos, hay una lucha feroz por la superviviencia y el deseo de trascender. Esta circunstancia dota a la cinta de una nueva dimensión. Pero a pesar de no poder culpar a los replicantes de sus actos desesperados, nos ponemos del lado de Deckard. Podríamos culpar a la industria que construye esos engendros dotados de una peligrosa inteligencia artificial y sentimientos, pero decidimos apoyar a los nuestros, a los seres humanos. La atmósfera que construye Ridley Scott desde el principio es determinante para provocar en el espectador un estado de ánimo idóneo para disfrutar pausadamente de cada uno de los detalles que inundan el metraje de esta cinta. Un futuro frío, lleno de luces artificiales, mojado por una lluvia incesante y globalizado hasta la saciedad, y un personaje como Deckard, solitario, sin ilusiones, que vive el día a día sin saber cómo acabará sus días…o ¿tal vez sí lo sabe?.


Afortunadamente, el tiempo ha hecho justicia a esta obra maestra y a día de hoy es considerada una de las mejores obras de ciencia ficción de todos los tiempos. Su estética vanguardista; un diseño de producción que, una vez visto, es imposible de olvidar; una mundo repleto de luces, pero sobre todo de sombras, como cada uno de sus habitantes; una realidad llena de contradicciones, no solo en los personajes que la habitan, sino en la interpretación que el espectador hace de los sucesos que acontecen en ella. Para la historia queda ese apoteósico e imprevisible desenlace, rematado por un plano y un discurso final ya legendarios. Todos estos elementos hacen de “Blade Runner” una obra maestra absoluta de obligado visionado y revisionado.

Tráiler:



Escena: "..como lágrimas en la lluvia"


Calificación: 6 de 6.