La obra cumbre del maestro
Hay algo en ‘Rebeca’ que desprende misterio, desasosiego, confusión, oscuridad, pánico y, a su vez, ternura, inocencia, fragilidad, afecto, delicadeza. Hay algo extraordinario en ‘Rebeca’, no cabe duda, y ese algo no es casualidad. La película de Hitchcock comienza con una secuencia tan lúgubre como magistral, en la que se nos presenta el escenario principal, el lugar donde se desarrollará toda la trama: Manderley. Un lugar casi mágico, donde el follaje y el romper de las olas es la mayor de las compañías para un solitario y resignado Maximilian, quien poco tiempo atrás vería desaparecer a su compañera, su esposa, Rebeca, la luz de la lujosa mansión.
Y en cuanto aparece el nombre de Rebeca, la película adquiere una dimensión inigualable. El maestro del suspense se las ingenia para crear un ser inmortal a partir de un simple recuerdo. Ella parece estar viva, pero no lo está. Max y Mrs De Winter, cada cual a su modo, se atormentan sólo con su memoria. La nueva De Winter no consigue eliminar la fragancia de su predecesora. Y en nuestras mentes Rebeca cada vez es más auténtica. La evolución de ese personaje que no aparece en pantalla (1*) nos paraliza. Y todo gracias a la maestría del gordo, con unos diálogos impecablemente construidos y un uso de la cámara que conjuga con los mismos de una forma inmejorable (2*), cuidando con un mimo exquisito cada detalle (3*). Bravo. Sencillamente magistral.
Claro que Hitchcock tiene grandes películas, cintas que forman y formarán parte de la historia del cine, y que más de una vez ha rodado con tacto divino secuencias macabras, ocurrentes o intrigantes. ‘Rebeca’, para un servidor, es una de sus grandes obras maestras. A la altura de ‘La ventana indiscreta’, ‘Vértigo’ o ‘Con la muerte en los talones’. Por encima de mis cintas hitchcockianas favoritas: ‘Náufragos’, ‘Crimen perfecto’ y ‘La soga’. Por encima de su obra fetiche, la gran ‘Psicosis’. Por encima, al fin y al cabo, del propio cine. Y es que hay algo en ‘Rebeca’, no cabe duda, que la convierte en una obra maestra.
1*) Evolución de Rebeca
Impresiona la vuelta de tortilla que se da al personaje de Rebeca. Comienza siendo para el espectador la chica soñada por cualquiera, al igual que lo era para Maximilian. Él mismo lo reconoce en una conversación con su nueva esposa (“Era tan encantadora, tan culta, tan divertida”). Nadie sospecharía que detrás de esa piel de cordero se escondía una auténtica víbora. Aunque Hitchcock nos da pistas. Nos enseña, por ejemplo, una casa cochambrosa a pie de playa en la que se puede intuir la realidad de ese personaje. Y en la sensacional confesión de Max se destapa la imperfección de ese ser, a priori, perfecto (“¿verdad que no se puede estar cuerdo viviendo con el diablo?”). Hasta que, en un final maravilloso, el recuerdo de Rebeca, por fin, parece desvanecerse, arder en llamas, para siempre.
2*) Las imágenes al servicio del guión
El uso fabuloso de la cámara es una constante en el film. Pero hay dos momentos que me llaman particularmente la atención, en los que se aprecia la grandeza del orondo director y su habilidad para acoplar las imágenes al texto:
La introducción, en la que un largo travelling hace fluir la cámara al son de una voz en off perturbadora, serpenteando entre los árboles, camino de la mansión, bajo la luz de la luna. Es un espectáculo sin parangón ver la fusión verbal y fotográfica.
Manderley bajo la luz de la luna |
Ahí esperaba Rebeca a Favell, según nos cuenta Max |
3*) Los detalles hitchcockianos
Alfred y los minuciosos detalles son sinónimos. Aquí algunos ejemplos:
En el primer tramo del film, Max le dice a su futura esposa: “Otra cosa: no se ponga nunca un vestido negro, ni un collar de perlas, ni tenga nunca 36 años”. Pues bien, Mrs Winter aparece tiempo después, con un vestido negro y un collar de perlas. Una clara alusión a la pérdida de la alegría e inocencia por parte de ella.
Mrs Winter con su vestido negro y su collar de perlas |
En toda la película Mrs Winter, de la que no sabemos el nombre en todo el metraje, queda eclipsada por el pasado de Rebeca. Ni siquiera se han cambiado las iniciales de las servilletas, como suplantando el desconocido nombre por el de la fallecida. Y en el final, el comienzo de una nueva vida, libre del recuerdo de la difunta, se presenta con la quema de un paño con dichas iniciales.
Momento del almuerzo en la mansión con las iniciales presentes |
Final de la película, con la R en llamas |
Un recurso seguramente fácil, pero que a mí personalmente me encanta: Cuando Mrs Winter (antes de tener dicho apellido) se “escapa” por primera vez con Max, éste coloca la raqueta de tenis detrás de unas plantas. Sé que no es de gran importancia, pero me gusta mucho la forma que tiene de decirnos el maestro que ese utensilio no va a volver a ser usado, que el tenis será la tapadera del amor oculto.
Max colocando la raqueta de tenis |
Genial también la metáfora del grado de cercanía entre Max y la protagonista con solo la forma de sentarse en la mesa. La pareja, antes de ir a Manderlay, se acomoda sin apenas separación. Todo lo contrario ocurrirá en la mansión, donde las lujosas mesas marcarán una elocuente distancia.
La pareja comiendo codo con codo |
Almuerzo de los Winter, una vez en Menderley |
Por último, resulta curioso que a Mrs Winter la tratemos como tal sin haber presenciado la boda. Intuimos que ésta se ha producido. El cuándo es la cuestión. Lo más cercano al enlace matrimonial que podemos presenciar es en una escena en Monte Carlo, en la que Max y Mrs Winter presencian las nupcias de una pareja desconocida ("¡Ah, mira! Otros que han tenido la misma idea").
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