martes, 20 de mayo de 2014

Reflexiones en torno a “Que bello es vivir” (Reflections on "It's a Wonderful Life")



Reflexiones en torno a “Que bello es vivir”

La historia es sencilla, pero me gusta porque refleja varios de los valores humanos que más admiro en aquellas personas que los encarnan: la actitud de servicio, el espíritu de lucha, la capacidad de sacrificio, el sentido de hacer lo correcto, el compromiso, la honestidad, la integridad, el valor de la familia… y sobretodo ser consecuentes con nuestros actos, ya que vivir implica influir sobre las demás personas, y dicha influencia puede ser negativa o positiva. Eso depende únicamente de uno mismo.

¡Qué bello es vivir!. El título de la película dice que vivir es maravilloso, pero el argumento aclara que vivir no es fácil. Cada día surgen distintos avatares y vicisitudes que nos envuelven y nos complican hasta hacernos perder, en ocasiones, el sentido y el valor de nuestra existencia. En muchas ocasiones tenemos que recomponernos física y mentalmente para afrontar un nuevo día con ilusiones renovadas y con nuevas energías.

Pero así es la vida y eso es lo que la hace interesante. Nadie sabemos qué nos deparará el futuro, el próximo año, el día siguiente, el minuto posterior al que está transcurriendo… Sin embargo, somos conscientes de que nunca debemos de dejar de pensar en nuevos proyectos, generar nuevas ideas, afrontar nuevos retos, soñar, disfrutar, trabajar, viajar, llorar, luchar, reír, sentir… Hay que vivir con intensidad todo lo que nos pasa porque cada momento que vivimos es único e irrepetible.

Nuestra energía es la que transmite ilusión a las personas de nuestro alrededor y hace más fácil la vida a los demás.

Nada sería igual sin las personas que conocemos, sin las personas que queremos… Nada sería igual sin ti.

Vivir la vida es el mejor regalo.

Hace unos días leí una novela en la que el personaje principal, decide abandonar la ciudad en la que vive sin demasiadas explicaciones. O sí. Lo único que atina a decir cuando le preguntan es “me voy a buscar un gran ‘quizás’”. Voy a… Voy a hacer esto. Voy a hacer lo otro. Voy. Plan. Futuro. Plan a futuro. No sé si es la época del año o qué, pero cuando más se acentúa esa necesidad de proyectar, de modificar lo que se está haciendo, de trazar un mapa de lo que queremos hacer, es cuando algo se termina y lo nuevo está ahí, como en blanco.

¿Por qué nos atrae tanto elaborar frases que empiezan con ese “voy a…”? No creo que se relacione con una inconformidad con lo que tenemos sino con algo más que nos urge, como una prueba concreta de que queremos otra cosa, de que si decimos en voz alta que tenemos una meta, entonces el presente se evapora. Es el futuro el que pasa a cobrar protagonismo. Porque tampoco es inmediato. Tenemos ideas para llevar a cabo que no implican una acción instantánea. Planear, en definitiva, nos conecta con una realidad que, paradójicamente, no existe, y que nos extrapola de la que sí está acá, todos los días, y que no siempre es la que nos gusta.

Proyectar nos da un impulso, un sentido, una leve sensación de omnipotencia, de control sobre lo que está por venir. Pero, ¿y lo que ya vino? ¿Lo que es parte de lo cotidiano? No sé hasta qué punto soy tan bueno con lo ineludible. Es raro porque se supone que al finalizar un año entablamos (al menos yo) una suerte de competencia con nosotros mismos en vistas de lo que pensamos que íbamos a hacer y lo que efectivamente hicimos, en vistas de superarnos.

Hacemos un balance, sí. Pero lo que nos sostiene, lo que nos mantiene en movimiento, lo que contribuye a apaciguar la nostalgia que despiertan determinados recuerdos es el concepto de posibilidad, de todo lo que soñamos hacer de aquí en adelante (lo hagamos o no). De la cantidad vasta de oportunidades de las que quizás ni siquiera tenemos noción, de la clase de posibilidades que nos arrojan por fuera del torbellino, porque en realidad imaginar el futuro es “otra clase de nostalgia”.

El protagonista también dice: “Por mucho tiempo pensé que la única manera de salir de un laberinto era pretendiendo que no existía, construyendo un pequeño pero autosuficiente mundo en el costado trasero de mi mente, convencido de que no estaba perdido, de que estaba en casa. Pero eso no hizo más que conducirme a un estado de soledad, así que busqué otra cosa, busqué otro gran ‘quizás’: una vida menos pequeña”.

“Qué bello es vivir”

Es raro, pero esas palabras me recordaron a George Bailey (James Stewart, en uno de los papeles más humanos de toda su gran carrera), el protagonista de esa obra maestra de Frank Capra “Qué bello es vivir” (It’s a Wonderful Life). A George lo conocemos diciendo algo prácticamente idéntico. A George lo conocemos enunciando varios “voy a…”, sucedidos por planes como “ver el mundo”, “tener muchas esposas”, etc. “Ya sé lo que voy a hacer mañana, la semana que viene, la otra”.

Su vida está digitada por el deseo y la ambición que arde más en la juventud, su juventud. Sin embargo, algo pasa después. Mejor dicho: pasa todo. Su padre muere, él resigna su futuro para que su hermano estudie, se hace cargo de la empresa, se casa, forma su propia familia, y deja todo por su comunidad. Hasta que ese ‘gran quizás’ un día le pisa los talones bajo distintas formas: presiones, deudas, exigencias y, sobre todo, desilusión. Por todo lo que quiso ser y no pudo. Por todo lo que pudo pero no quiso. Por ese estado de creerse invencible que un buen día abandonó su cuerpo.

También lo dijo Miles: “Cuando los adultos dicen ‘Los jóvenes se creen invencibles’ no saben lo cierto que es. Necesitamos tener esperanza, porque no podemos estar irreparablemente quebrados. Creemos que somos invencibles porque lo somos. No podemos nacer, no podemos morir. Como toda energía, solo cambiamos de forma. Pero ese pensamiento lo olvidaremos cuando crezcamos. Nos va asustar perder, nos va a dar miedo fracasar. Pero esa parte joven que tenemos, más grande que la suma de nuestras partes, no puede comenzar ni terminar. Por lo tanto, no va a fracasar nunca”.

Cuando George sucumbe a ese miedo a perder y desea morir, es puesto de cara a la vida sin su presencia. En esos emotivos veinte minutos finales, Capra sintetiza con melancolía y crudeza lo que sería el mundo (nuestro mundo, el de los afectos, el lugar donde vivimos, el del vecino que nos saluda, el del jefe que nos solicita, el del hermano que nos llama) si uno dejase de estar en él. ¿Cómo estarían los demás? ¿En qué contribuimos para que las cosas estén mejor o simplemente…diferentes?.

Cuando George percibe los cambios, cuando quiere recuperar lo que tenía, Capra lo filma con el bello y fugaz plano de Stewart besando la perilla rota de su escalera. Una de esas tonterías tan identificables, símbolo de eso cotidiano que nos molesta pero que forma parte de nosotros, algo con lo que aprendimos a lidiar y que es tan personal que no podríamos dejarlo ir. Ese “problema”, ese “inconveniente”, es esa parte más-grande-que-la-suma-de-nuestras-partes. Es un detalle de la vida que tenemos, que no se vincula con los  ideales que a veces debemos hacer a un lado. Quizás por eso Qué bello es vivir es un clásico. Porque como todo clásico, nos habla de algo reconocible con una perdurabilidad que ya nadie puede quitarle.


Porque George Bailey es, como todos, “el hombre más rico de la ciudad” no por lo que tiene en el bolsillo sino por las personas a las que ayudó, a las que sensibilizó, a las que supo afectar. “Nadie fracasa cuando tiene amigos” lee sobre el final, antes de vislumbrar que todos esos “voy a…” que no cesaba de repetir cuando era joven en efecto nunca murieron. Se transformaron. Porque él, sin darse cuenta, también planeó esa vida no planeada. Esa vida de la que a veces uno reniega. Esa vida que por momentos es tan dura. Esa vida que simplemente surgió. Esa vida que es real.

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