La historia es
sencilla, pero me gusta porque refleja varios de los valores humanos que más
admiro en aquellas personas que los encarnan: la actitud de servicio, el
espíritu de lucha, la capacidad de sacrificio, el sentido de hacer lo correcto,
el compromiso, la honestidad, la integridad, el valor de la familia… y
sobretodo ser consecuentes con nuestros actos, ya que vivir implica influir
sobre las demás personas, y dicha influencia puede ser negativa o positiva. Eso
depende únicamente de uno mismo.
¡Qué bello es
vivir!. El título de la película dice que vivir es maravilloso, pero el
argumento aclara que vivir no es fácil. Cada día surgen distintos avatares y
vicisitudes que nos envuelven y nos complican hasta hacernos perder, en
ocasiones, el sentido y el valor de nuestra existencia. En muchas ocasiones
tenemos que recomponernos física y mentalmente para afrontar un nuevo día con
ilusiones renovadas y con nuevas energías.
Pero así es la
vida y eso es lo que la hace interesante. Nadie sabemos qué nos deparará el
futuro, el próximo año, el día siguiente, el minuto posterior al que está
transcurriendo… Sin embargo, somos conscientes de que nunca debemos de dejar de
pensar en nuevos proyectos, generar nuevas ideas, afrontar nuevos retos, soñar,
disfrutar, trabajar, viajar, llorar, luchar, reír, sentir… Hay que vivir con
intensidad todo lo que nos pasa porque cada momento que vivimos es único e
irrepetible.
Nuestra
energía es la que transmite ilusión a las personas de nuestro alrededor y hace
más fácil la vida a los demás.
Nada sería
igual sin las personas que conocemos, sin las personas que queremos… Nada sería
igual sin ti.
Vivir la vida
es el mejor regalo.
Hace unos días
leí una novela en la que el personaje principal, decide abandonar la ciudad en
la que vive sin demasiadas explicaciones. O sí. Lo único que atina a decir
cuando le preguntan es “me voy a buscar un gran ‘quizás’”. Voy a… Voy a hacer
esto. Voy a hacer lo otro. Voy. Plan. Futuro. Plan a futuro. No sé si es la
época del año o qué, pero cuando más se acentúa esa necesidad de proyectar, de
modificar lo que se está haciendo, de trazar un mapa de lo que queremos hacer,
es cuando algo se termina y lo nuevo está ahí, como en blanco.
¿Por qué nos
atrae tanto elaborar frases que empiezan con ese “voy a…”? No creo que se
relacione con una inconformidad con lo que tenemos sino con algo más que nos
urge, como una prueba concreta de que queremos otra cosa, de que si decimos en
voz alta que tenemos una meta, entonces el presente se evapora. Es el futuro el
que pasa a cobrar protagonismo. Porque tampoco es inmediato. Tenemos ideas para
llevar a cabo que no implican una acción instantánea. Planear, en definitiva,
nos conecta con una realidad que, paradójicamente, no existe, y que nos
extrapola de la que sí está acá, todos los días, y que no siempre es la que nos
gusta.
Proyectar nos
da un impulso, un sentido, una leve sensación de omnipotencia, de control sobre
lo que está por venir. Pero, ¿y lo que ya vino? ¿Lo que es parte de lo
cotidiano? No sé hasta qué punto soy tan bueno con lo ineludible. Es raro
porque se supone que al finalizar un año entablamos (al menos yo) una suerte de
competencia con nosotros mismos en vistas de lo que pensamos que íbamos a hacer
y lo que efectivamente hicimos, en vistas de superarnos.
Hacemos un
balance, sí. Pero lo que nos sostiene, lo que nos mantiene en movimiento, lo
que contribuye a apaciguar la nostalgia que despiertan determinados recuerdos
es el concepto de posibilidad, de todo lo que soñamos hacer de aquí en adelante
(lo hagamos o no). De la cantidad vasta de oportunidades de las que quizás ni
siquiera tenemos noción, de la clase de posibilidades que nos arrojan por fuera
del torbellino, porque en realidad imaginar el futuro es “otra clase de
nostalgia”.
El
protagonista también dice: “Por mucho tiempo pensé que la única manera de salir
de un laberinto era pretendiendo que no existía, construyendo un pequeño pero
autosuficiente mundo en el costado trasero de mi mente, convencido de que no
estaba perdido, de que estaba en casa. Pero eso no hizo más que conducirme a un
estado de soledad, así que busqué otra cosa, busqué otro gran ‘quizás’: una
vida menos pequeña”.
“Qué bello es
vivir”
Es raro, pero
esas palabras me recordaron a George Bailey (James Stewart, en uno de los
papeles más humanos de toda su gran carrera), el protagonista de esa obra
maestra de Frank Capra “Qué bello es vivir” (It’s a Wonderful Life). A George
lo conocemos diciendo algo prácticamente idéntico. A George lo conocemos
enunciando varios “voy a…”, sucedidos por planes como “ver el mundo”, “tener
muchas esposas”, etc. “Ya sé lo que voy a hacer mañana, la semana que viene, la
otra”.
Su vida está
digitada por el deseo y la ambición que arde más en la juventud, su juventud.
Sin embargo, algo pasa después. Mejor dicho: pasa todo. Su padre muere, él
resigna su futuro para que su hermano estudie, se hace cargo de la empresa, se
casa, forma su propia familia, y deja todo por su comunidad. Hasta que ese
‘gran quizás’ un día le pisa los talones bajo distintas formas: presiones,
deudas, exigencias y, sobre todo, desilusión. Por todo lo que quiso ser y no
pudo. Por todo lo que pudo pero no quiso. Por ese estado de creerse invencible
que un buen día abandonó su cuerpo.
También lo dijo
Miles: “Cuando los adultos dicen ‘Los jóvenes se creen invencibles’ no saben lo
cierto que es. Necesitamos tener esperanza, porque no podemos estar
irreparablemente quebrados. Creemos que somos invencibles porque lo somos. No
podemos nacer, no podemos morir. Como toda energía, solo cambiamos de forma.
Pero ese pensamiento lo olvidaremos cuando crezcamos. Nos va asustar perder,
nos va a dar miedo fracasar. Pero esa parte joven que tenemos, más grande que
la suma de nuestras partes, no puede comenzar ni terminar. Por lo tanto, no va
a fracasar nunca”.
Cuando George
sucumbe a ese miedo a perder y desea morir, es puesto de cara a la vida sin su
presencia. En esos emotivos veinte minutos finales, Capra sintetiza con
melancolía y crudeza lo que sería el mundo (nuestro mundo, el de los afectos,
el lugar donde vivimos, el del vecino que nos saluda, el del jefe que nos
solicita, el del hermano que nos llama) si uno dejase de estar en él. ¿Cómo
estarían los demás? ¿En qué contribuimos para que las cosas estén mejor o
simplemente…diferentes?.
Cuando George
percibe los cambios, cuando quiere recuperar lo que tenía, Capra lo filma con
el bello y fugaz plano de Stewart besando la perilla rota de su escalera. Una
de esas tonterías tan identificables, símbolo de eso cotidiano que nos molesta
pero que forma parte de nosotros, algo con lo que aprendimos a lidiar y que es
tan personal que no podríamos dejarlo ir. Ese “problema”, ese “inconveniente”,
es esa parte más-grande-que-la-suma-de-nuestras-partes. Es un detalle de la vida
que tenemos, que no se vincula con los
ideales que a veces debemos hacer a un lado. Quizás por eso Qué bello es
vivir es un clásico. Porque como todo clásico, nos habla de algo reconocible
con una perdurabilidad que ya nadie puede quitarle.
Porque George
Bailey es, como todos, “el hombre más rico de la ciudad” no por lo que tiene en
el bolsillo sino por las personas a las que ayudó, a las que sensibilizó, a las
que supo afectar. “Nadie fracasa cuando tiene amigos” lee sobre el final, antes
de vislumbrar que todos esos “voy a…” que no cesaba de repetir cuando era joven
en efecto nunca murieron. Se transformaron. Porque él, sin darse cuenta,
también planeó esa vida no planeada. Esa vida de la que a veces uno reniega.
Esa vida que por momentos es tan dura. Esa vida que simplemente surgió. Esa
vida que es real.
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