El gran cuchillo
Título original: The Big Knife
Año: 1955
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos.
Director: Robert Aldrich.
Guión: James Poe (Teatro: Clifford Odets)
Música: Frank De Vol.
Fotografía: Ernest Laszlo.
Reparto:
Jack Palance, Ida Lupino, Wendell Corey, Jean Hagen, Rod Steiger, Shelley Winters, Everett Sloane.
Género: Drama.
Sinopsis:
Charles Castle, un actor de Hollywood muy exigente consigo mismo, no está satisfecho de sus últimas interpretaciones. Por eso, cuando un productor le hace una tentadora oferta que él considera que dañaría su reputación, la rechaza. Pero el productor lo chantajea, amenazándolo con revelar hechos de su pasado que empañarían más su prestigio que el papel que le ha ofrecido.
Premios:
1955: Festival de Venecia: León de Plata.
Comentarios:
Incómoda, corrosiva, desoladora. Son varios calificativos que pueden rondar en conjunto mucho antes de que esta película concluya sus menos de dos horas. Porque desde su ominoso título, esta película del nunca lo suficientemente bien ponderado Robert Aldrich, uno de los talentos más interesantes pero discutidos que surgieron en el cine estadounidense de la postguerra, es una bofetada al reflejo de la vida ideal que se prodiga sobre el estrellato en Hollywood desde la expansión misma de las empresas que la forjaron. La reclama más evidente que al respecto se había hecho hasta esos momentos, hablamos de esa década de cambios y culminaciones que fue la de los cincuentas.
Desde ese punto de vista, El gran cuchillo es la continuación lógica de esas intromisiones críticas al cine y su todavía fresca mitología que habían sido previamente obras como Sunset Boulevard y Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful) –a su vez reinterpretaciones geniales de esas ficciones desencantadas sobre el mundo del espectáculo, de Ziegfeld para adelante. Pero el impresario de esta historia se hace llamar Mr.Hoff y tan solo es el rostro más visible y rabioso de todo ese sistema que oprime al protagonista, un aparentemente cómodo miembro de él: Charles Castle, una estrella de películas de acción interpretada por un insólito Jack Palance.
La película se encuentra basada en una pieza teatral del también guionista Clifford Odets, lo cual otorga varias luces acerca del tono visceral y sin precedentes que tuvo esta historia. Inconformista e individualista a ultranza, Odets había alternado la actividad teatral de la costa este de la que se solía salirse en desacuerdos con crecientes intentos escribiendo libretos cinematográficos al otro lado del país y tentativas en la dirección que significaron no tantas alegrías como el descubrimiento de un tipo de industria brutal como otras. Percepción que filtró de forma exacerbada en este drama que causó cierto malestar en su estreno. Precisamente la adaptación de Aldrich solo pudo realizarse después de varios rebotes y abstenciones evidentes, que quedan evidentes en su apariencia de drama independiente, empezando por su reparto.
Pero la película no es notable solo por todas las diatribas, frases envenenadas, conclusiones demoledoras y trapitos sucios salidos de la pieza teatral misma, sino porque es muy representativa de esa vocación por los retratos descarnados que caracterizarían el cine de Aldrich, más afín a lo rocambolesco que al realismo a secas. Y esa impresión no se encuentra limitada en ningún momento por el hecho de plantearse una estructura bastante tributaria de lo teatral, con el salón de esa residencia de Bel Air como escenario principal, apenas alternado de forma muy breve por cuatro o cinco escenarios distintos (dos de los cuales son exteriores de la misma).
A lo largo de la película los planos generales se alternan en mayoría con los primeros planos para darle autentica densidad a la sensación de claustrofobia que agobia a Castle debatiéndose conscientemente entre la debacle de su vida personal y las obligaciones irrenunciables de la profesional. Y lo interesante del caso es que si bien esta mecánica podría ser rápidamente reiterativa y totalmente dependiente de las parrafadas dominantes en cada acto, Aldrich hace una película de una concentración dramática extrema, exaltada pero desinteresada en emular los amantes fílmicos de Tennesse Williams, sino más bien matizada por una velada irreverencia, por la exposición pertinaz de los diversos puntos de vista que a base de rondas, erigen esa visión dantesca de un mundo de sueños visto desde la puerta trasera, en la impiedad de su condición de negocio establecido pero para cuya continuidad se puede apelar a todo tipo de recursos, los más oscuros imaginables, siempre mencionados pero nunca vistos como tales.
Eso le da a El gran cuchillo una apariencia de extraño film noir, como bien celebran muchos de sus admiradores –Scorsese por ejemplo- uno que narra las vivencias imaginadas de esos profesionales del entretenimiento, donde la ética y la ingenuidad se estrellan con las necesidades, los egos, y la ambición, que tal vez no tan en clave alegórica terminan equiparando ese universo con el del crimen. Y en ese aspecto el personaje de Palance, resulta uno eminentemente dostoievskiano y cuya crisis progresivamente la película va describiendo menos a través de los detalles chismográficos sobre la celebridad y más como objeto de una investigación en los límites de la duda ontológica, ese quiebre final y de connotaciones espirituales al que tan perfectamente aluden los títulos de crédito diseñados por el prolífico Saul Bass.
Por ello es que la representación de esa tragedia alcanza las dimensiones de una sobre la alienación. Y solo a partir de esto también es que la presencia de Palance -el villano duro y excéntrico impuesto desde Shane- resulta precisa, moldeada a la medida de una debacle muchas veces más aterradora si se suscita dentro de esa apariencia de fortaleza (sugerida desde su nombre), la de un satisfecho héroe de sucesivas historias triviales sobre el triunfo ante la adversidad. La escena claudicante ante Hoff (un intenso Rod Steiger) y la siguiente en la que se hace una proyección de la nueva cinta boxística que protagoniza, forman la parte del relato en el que mejor queda instituida esa tirante dualidad vista a la manera de una callejón sin salida del que se desea y no se desea salir al mismo tiempo.
Pero aún en su desnudez, esta película se propone ser una ambiciosa mirada detonadora de la industria, en la que hasta el más pequeño personaje tiene algo que decir en esos conflictos que con el paso del tiempo se harían menos secretos. Desde la imagen comprensiva y tierna, hasta donde se puede, que representa esas otras víctimas que rondan el campo de batalla -las alusiones sonoras a esa idea contribuyen a disolver la posibilidad de lo acartonado y solemne. Ahí están el frágil Nat (Everett Sloane) arrancando en llanto impotente, la actriz frustrada Dixie Evans (Shelley Winters) apenas consolada con sus mal habladurías, y más que nadie Marion (la gran y también iconoclasta Ida Lupino) la esposa de Castle, cuyo gritos de auxilio finales resumen el arriesgado sentido del lirismo que tenía Aldrich como director.
Sobria y eficaz puesta en escena cuasi teatral del genial todoterreno Robert Aldrich y excelentes interpretaciones por parte de todo el elenco actoral (especialmente un Jack Palance aquí alejado de sus papeles de tipo duro que sorprende por los matices con los que dota a a su personaje y Rod Steiger como el sádico, ladino y cobarde director de los estudios), hacen que las casi dos horas de metraje te mantengan atrapado esperando el cada vez más intrincado desenlace de la trama. Muy Recomendable
Tráiler:
Calificación: 5 de 6.
No hay comentarios:
Publicar un comentario