La antigüedad clásica en el cine
Entre los muchos logros
culturales del cine está sin duda la popularización del pasado, o si se
prefiere, la comercialización de unas épocas y unos personajes a niveles
masivos, a los cuales muy difícilmente hubieran llegado los círculos
científicos. Las salas de cine han sido para algunas generaciones de
espectadores unas singulares aulas de historia en donde se alternaban Billy el
niño, Tarzán, Cleopatra, el Corsario Negro y Al Capone. Como los gánsters y los
vaqueros, también los romanos se han hecho un lugar en el imaginario colectivo
de unas generaciones que accedieron al conocimiento histórico a través de la
pizarra del celuloide. Unos romanos, eso si, muy peculiares, que englobaban por
igual a los forzudos héroes que se codeaban con dioses vengativos, a los
feroces legionarios con plumero en la cabeza, a mujeres siempre medio desnudas
para solaz del público masculino y a una civilización, en resumen, que se
caracterizaba por la ausencia casi absoluta de pantalones, un mundo de piernas
desnudas, de túnicas a medio muslo, de ingenuas falditas de vuelo: en
definitiva, el universo peplum en toda su extensión.
Cleopatra (1934)
El término francés péplum,
equivalente a nuestra expresión coloquial de película de romanos, describe en
sentido preciso al conjunto de producciones realizadas entre mediados de la
década de los años cincuenta y mitad de los sesenta que se ambientaban en la
Antigüedad clásica.
Las definiciones más ortodoxas le
conceden al peplum un lugar entre lo puramente fantástico y la reconstrucción
histórica: una película de aventuras adaptada a unos hechos históricos.
Permitiéndose una serie de licencias, el peplum busca conmover al público, pero
nunca ofrecerle una reconstrucción verosímil de lo ocurrido.
La principal característica de
todas estas representaciones del pasado es que lo muestran de una manera
radicalmente maniquea (práctica común del cine americano de adjudicar el papel
de malvados y opresores a actores ingleses, mientras los estadounidenses asumen
siempre el rol de oprimidos y de luchadores por la libertad, ejemplos los
encontramos en Quo Vadis o Espartaco). No hay lugar para los términos medios,
la acción se presenta siempre como una lucha sin alternativas y sin matices
entre los servidores del bien y los esbirros del mal.
Elizabeth Taylor y Richard Burton en Cleopatra.
Junto al maniqueísmo camina la
presentación de los personajes como si fueran arquetipos. Todos siguen moldes
similares. El aspecto físico juega un papel fundamental a la hora de que el
público reconozca sin ningún problema a los personajes. Los héroes siempre
serán jóvenes, bellos y de cuerpos musculosos. A los traidores y tiranos los
delatarán los movimientos cautos y tendrán el cabello y la barba negra. Las
heroínas, generalmente cristianas, tenderán a ser rubias, decentes e ingenuas.
Mientras que las pérfidas paganas estarán todo el tiempo cultivando su lascivia
dispuestas a seducir a los hombres (recuérdese a Claudette Colbert tomando
baños de leche de burra en Cleopatra) y son altaneras, aristocráticas y lucen
barrocos maquillajes.
De idéntico modo los colores
establecen de forma meridiana una distinción inmediata: el blanco es el color
de los buenos y el negro y el rojo son los tonos que adornan la maldad (el tiro
de caballos negros del romano Messala frente a los caballos blancos de
Ben-Hur).
"Quo Vadis"
Otro tanto podemos decir con
respecto a su estructura. La exigencia de tener que mostrar forzosamente la
Antigüedad como si de un atractivo espectáculo se tratara, provocando que las
cintas acaben articuladas en torno a unas escenas núcleo que suelen coincidir
con batallas, carreras en el circo, luchas de gladiadores u las orgías de
turno. Esta manera de plantear las películas provoca que al final, las cintas
de romanos repitan incansablemente la misma estructura y las mismas escenas,
provocando el aburrimiento y desterrando toda posibilidad de innovación.
La tendencia a convertirlo todo
en espectáculo deriva en lo que se ha dado en llamar el colosalismo: todo en la
reconstrucción histórica tiende a lo exagerado.
Otra genuina señal de identidad
del peplum es la violencia, que aparece en múltiples manifestaciones. Ya sea en
batallas, combates en la arena, encarnizadas persecuciones o desastres
naturales. Y de idéntico modo, el erotismo y la sensualidad aparecen como
inseparables de las manifestaciones violentas.
La historia de Grecia y Roma que
muestran estas películas disfruta de unos protagonistas de excepción, hablamos
de los héroes. Estos justicieros tienen como denominador común el haber
consagrado su fuerza al servicio de los más débiles; suelen brotar de la
clandestinidad para enfrentarse a un entorno monopolizado por la corrupción y
la lujuria. Sus costumbres son frugales, son parcos en palabras, sus
sentimientos denotan simpleza de carácter y no suelen portar arma alguna salvo
sus músculos, que son al tiempo su atributo más significativo, junto al
minúsculo taparrabos, que sirve para subrayar la solidez de su cuerpo. Los
héroes son los dueños de la fuerza, pero no de los ideales. Por regla general
acaban poniendo sus músculos al servicio de otro que si logra los beneficios
materiales. Y con tan exiguo bagaje son capaces de imponerse a todas las
adversidades y obstáculos; se trata por tanto de una revalorización del
individuo, de una muestra de confianza en el hombre que vence a la naturaleza,
a la tiranía de otros hombres y al propio destino.
No resulta descabellado
establecer una relación entre la producción masiva de pepla en la Europa de los
años cincuenta y sesenta con la situación política del momento. Son los años de
la Guerra Fría, de la dura reconstrucción tras el fin de la Alemania Nazi y de
la Italia fascista y de la intervención de los Estados Unidos. Nuestros héroes
también proceden del exterior (EEUU) y se encuentran con unas comunidades
atrapadas bajo el gobierno cruel y despótico del tirano de turno (Hitler o
Musolini); y son ellos y no las propias sociedades, los que derriban a los
malvados y devuelven el poder a sus legítimos dueños. El peplum no es un género
tan inocente como pueda parecer a simple vista.
A pesar de su aparente inocencia
exterior, el peplum mantiene en su interior un fuerte componente ideológico:
Roma aparece como una civilización decadente que sólo encuentra la salvación
con la llegada del cristianismo. La presencia habitual de unos héroes
encargados, ante la incompetencia de las comunidades y sus instituciones, de
solucionar los problemas y reinstaurar el orden a fuerza de mamporros. En este
tipo de películas se resalta por encima de todo la figura del líder,
consolidando de esta forma una visión de la historia que le otorga a la
individualidad el papel protagonista de los hechos.
La ideología que late detrás de
todos estos mensajes es sencilla: a la postre el mal siempre es castigado, bien
sea por obra de los hombres o por la mano divina.
Esta tebeización de la historia
es debida a que en muy escasas ocasiones el cine utiliza fuentes clásicas de
manera directa, sino que logran su información a través de intermediarios, como
puede ser la novela histórica, o bien sencillamente se nutre de fuentes
exclusivamente cinematográficas. Si a esto le unimos la influencia de otros
géneros – melodrama, western – nos encontramos con que al final el peplum ha
consagrado ciertos episodios y personajes de la Antigüedad utilizando la
historia como simple excusa.
El segundo apartado que se
pretende abordar aquí se ocupa de los episodios de la historia de la Grecia y
Roma clásicas que han sido inmortalizados por el cine, y las razones o
criterios que se han utilizado para elegirlos.
Del aproximadamente un millar de
títulos que han elegido la Antigüedad como trasfondo de sus historias, la
mayoría se ambientan en la civilización grecorromana que con diferencia,
aventaja en cuanto a número a las películas centradas en Egipto, el Próximo
Oriente Antiguo o los relatos bíblicos. Y dentro de la civilización clásica, es
Roma la que ha despertado mayor interés.
Esta diferencia no obedece a la
casualidad y puede ser explicada. La razón de ello estriba en que Grecia carece
de conexiones inmediatas con el presente, es decir, que la historia de Grecia
poco o nada tiene que ver con el contexto histórico en el que se realizaban y
comercializaban estas películas.
Añadiendo a ello toda una serie
de condicionantes que contribuían a la falta de atractivo que estas películas
despertaban en el público. Condicionantes como el hecho de que la historia de
Grecia adolezca de una unidad o de un periodo imperialista, el que no se
registren episodios de persecuciones ni por supuesto se pueda explotar el morbo
que levantan los mártires, que no exista una gran novela histórica en el siglo
XIX, como si ocurre en el caso de Roma, que permitiera producir adaptaciones, o
el que la civilización helena se forjara y floreciera no tanto por las armas y
las guerras como por el arte y el pensamiento.
El cine abordó a Grecia desde
tres grandes vías. En primer lugar trasladando a la pantalla sus leyendas y su
mitología (Jasón y los argonautas, Lucha de Titanes), en segundo lugar, a
través de su herencia literaria y en particular, el ciclo homérico (Ulises), y
finalmente, repasando algunos episodios históricos (La batalla de Maratón, Los
300 espartanos, El coloso de Rodas). Muy escaso bagaje para consignar más de
medio milenio de historia.
Frente a esto, Roma monopoliza la
pantalla; y es que, entre una Grecia idealizada como cuna de la civilización
occidental y una Roma decadente y pagana, el cine no duda en elegir el mal, que
es más sencillo de mostrar y que siempre ha demostrado ser mucho más rentable.
La Historia de Roma, además, permite establecer más paralelismos con la de
Occidente del siglo XX y aparece más cercana, tanto en sus vicios como sus
virtudes. No seamos ingenuos: Sócrates, Fidias o Afrodita no tienen nada que
hacer en taquilla frente a un desequilibrado emperador llámese Nerón o Calígula,
a ante una lasciva emperatriz.
El cine ha ido elaborando en el
último siglo una nueva historia de Roma y la ha llenado de tópicos y guiños que
ya forman parte de nuestro acervo cultural.
Así pues, el cine ha reescrito la
historia de Roma, pero no ya como un relato verosímil sino como una leyenda, un
universo fantástico que ciertamente encuentra su inspiración en los
acontecimientos históricos, pero de manera liviana. En esta nueva historia, el
cine ha condensado la importancia histórica de Roma en un siglo escaso, el que
se extiende desde el final de la república hasta la muerte de Nerón; este corto
periodo de tiempo aparece en la gran pantalla rebosante de persecuciones,
martirios, fe, amor, violencia y crueldad. Un fresco espectacular en donde
apenas cinco emperadores monopolizan el poder: Augusto, Tiberio, Claudio
Calígula y Nerón.
En poco más de una decena de
títulos la industria cinematográfica se ocupa de poner en imágenes los orígenes
de Roma, el periodo monárquico y los inicios de la república. Hablamos de
películas como Rómulo y Remo, La Leyenda de Enea o el Coloso de Roma.
Más presencia en las pantallas
tenemos de las Guerras Púnicas, sobre todo de la Segunda. El interés por esta
deriva de las analogías que podían hacerse entre el conflicto de Roma y Cartago
con las aspiraciones imperialistas contemporáneas de Italia en el norte de
África y en segundo lugar porque la epopeya de Aníbal en la península itálica
ofrecía gran cantidad de alicientes para el cine, elefantes incluidos (Escipión
el Africano y Aníbal).
Otras historias que han
encontrado una respuesta positiva y abundante por parte de la industria
cinematográfica han sido las revueltas de los esclavos encabezadas por un
personaje como Espartaco, que se ha hecho un sitio de honor en la memoria
colectiva de Roma y el personaje de Julio Cesar.
Pero para el cine Roma es ante
todo el Imperio. Y ello se debe a que en el Imperio se produce la conjunción de
una serie de elementos muy apetitosos para la pantalla y de los cuales los
guionistas saben extraer el máximo rendimiento. Imperio es, para empezar, una
larga nómina de emperadores locos, tiranos y dementes con el control absoluto
en sus manos; Imperio son también mujeres libidinosas, presas de voraces e
incontrolables apetitos sexuales (Agripina, Mesalina). Pero el Imperio es
también otra mujer, la mujer cristiana, ingenua, humilde, fuerte en sus
convicciones, que predica con el ejemplo de su martirio y que a la postre,
acaba redimiendo a la Roma pecadora (Quo Vadis?). Y por último, Roma es también
su propio final; Roma son los bárbaros, salvajes y aguerridas tribus a caballo
que a su paso sólo dejan una estela de desolación (Attila, flagello di Dio).
Como se puede apreciar, el cine ofrece una visión excesivamente reduccionista
de la historia de Roma, relegando al olvido múltiples episodios y personajes.
En esa misma línea podemos
señalar, además, la casi total ausencia de producciones que nos cuenten la
historia desde el otro lado, es decir, la visión de los pueblos vencidos de
Roma (“Los cántabros” de J. Molina, España 1980).
Así pues, Roma ha quedado
convertida en un teatro donde tiene lugar la representación de una nueva
historia elaborada por el cine en la que todo espectáculo. El cine de romanos
va a suponer el que una cultura lejana en el tiempo y de carácter elitista se
convierta en un elemento consagrado del imaginario popular; y el precio a pagar
será el de la deformación histórica.
Así pues, podemos afirmar que en
virtud del lenguaje fílmico utilizado, así como de los periodos históricos
seleccionados, la industria cinematográfica nos ofrece un proceso de
uniformización y también de simplificación del pasado. Amén de hacer de él un
teatro donde sólo tiene cabida lo espectacular, lo pintoresco o lo excesivo.
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